Las instrucciones de Blanca me tenían estresada.
-Emma, confirmado, esta noche quedamos a cenar. Te toca a ti reservar restaurante -ordenó Blanca.
-Vale, pues en un tailandés que conozco que está muy bien -respondí con rotundidad.
-No. Mejor elige otro sitio con comida más tradicional que a Mayte no le gusta la comida picante ni tailandesa.
-¿Algo más?
-Sí, que sea fácil aparcar.
-Sí, bwana, lo que usted diga.
Mis neuronas aún estaban un poco atontadas (sólo habían dormido cuatro horas), las espabilé con una coca-cola light y rápidamente me dieron la solución. ¡Cuánto valgo!, me dije a mí misma. Busqué el teléfono y reservé en el restaurante perfecto: al lado de mi casa (quien parte y reparte se lleva la mejor parte), cocina italiana, chalet coqueto y original y con aparcacoches o, en su defecto, con facilidad para aparcar.
El nombre del restaurante produjo ciertas confusiones.
-Nuria, hemos quedado en Casa Mía -le explique.
-Perfecto, sobre las diez me paso por tu casa.
-No, Nuria, que esta vez no es en mi casa, es en un restaurante que se llama "Casa Mía".
-Ah, vale.
(La misma conversación la tuve con Mayte y María. Ay, qué torpes son).
A las diez menos cuarto salí de casa (caminando, que para eso lo había elegido al lado de mi casita). Antes de llegar me encontré con Blanca y Mayte. En el restaurante, acompañada por una copa de vino, estaba María. ¡Qué ilusión! Tanto tiempo sin verla. Y si ahora estaba allí en parte era gracias a mi abuela que hizo que nos uniéramos de nuevo en su funeral.
Nuria, ¡qué raro en ella!, se perdió pero, como siempre, llegó.
La elección del sitio fue todo un éxito, aunque a la pobre Blanca el catarro no le dejó disfrutar al cien por cien. La mozarella y la ensalada de rúcula volaron por nuestros paladares. Los segundos se esfumaron entre recuerdos del colegio y anécdotas pasadas. Luego, postre y copita.
A las dos y media de la mañana el camarero nos trajo la cuenta para que nos fuéramos. María y yo decidimos ir a tomar una última copa para hablar de los años perdidos.
Casi todos los locales estaban cerrados así que nos decantamos por el único que estaba abierto (¡qué listas!). Pedimos nuestras respectivas copas y empezamos a hablar de lo divino y de lo humano, del pasado y del presente, de los niños, familia, pareja... Tanto hablamos que hubo un momento en que me empecé a encontrar mal: estómago revuelto, leve mareo...
-María, perdona, pero creo que me voy a desmayar.
-No fastidies.
-En serio, sácame de aquí o me caigo redonda.
-Estás muy pálida, venga, vamos fuera.
El aire fresco que corría por la calle poco a poco me espabiló y evitó que montara el espectáculo.
-Emma, pero si casi no has bebido. ¿Qué te ha pasado?
-No sé, en Navidad también me desmayé, son bajones de tensión.
Después del susto me llevó a casa y acordamos repetir estos encuentros y, si puede ser, dejar las lipotimias escondidas en el armario.
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