El viernes no trabajé, pero arrastraba el cansancio de toda la semana. Tras reponer la nevera de yogures, embutido y demás productos alimentarios, me fui a comer a casa de mi abuela Mary. El régimen se esfumó entre los aperitivos, la ensalada de espinacas con gulas, el solomillo de cerdo en salsa y las fresas. Volví a casa protegida en el coche del ataque del granizo, cogí la merienda de los niños y me fui al colegio. La última camiseta del chándal que había perdido Diego apareció en el gimnasio. Tuvo suerte. Óscar y Alejandro se apuntaron a la ración de palomitas del viernes por la tarde en casa. Álvaro gimoteó porque su amigo Pedro no podía venir. Al entrar en la cocina contemplé la desolación: Ana había raspado la pintura del techo que se estaba agrietando (es un sol). Mientras los niños jugaban aproveché para tapar la ventana, el timbre... y demás lugares que debía proteger para que no se mancharan con la pintura.
Es sábado, Diego ha perdido en el fútbol. Tengo que pintar, pero no tengo fuerzas. ¿Volverán mañana?
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