domingo, abril 27, 2008

¡¡Gol!!

Nunca he sido una gran deportista, pero el sábado a las doce y veinte de la mañana mostré mis dotes gimnásticas: salté a una altura impresionante, boté por las gradas, corrí a abrazarme a Esther, la madre de Antonio, grité neuróticamente, salté de nuevo y, no sé cómo, contuve las lágrimas. Las lágrimas de emoción y de goce. Mientras, mi hijo corría por el campo con los brazos estirados y era abrazado por sus compañeros. ¡Diego había marcado un gol! No un gol cualquiera, un golazo. De pronto lo imaginé en el Bernabéu rodeado de hinchas y yo saltando al césped para darle un gran abrazo. Volví a la realidad. Recibí las felicitaciones del resto de los padres y lancé besos volátiles a Diego que me miraba emocionado. Vale, como siempre perdimos, pero por una vez marcamos dos goles en un partido. ¡Y uno de mi niño! Ay, que ilusión.
Al final del partido Esther les hizo el mejor regalo: una camiseta para cada uno con la inscripción "Somos los mejores. Santa María de la Hispanidad B". El remate de la emoción.

viernes, abril 25, 2008

Mis secretos

Me miro al espejo y no me reconozco. ¿Seré yo? Mi imagen ha cambiado, se ha rejuvenecido, luce una belleza innata (ay, qué modesta soy). Sí, soy yo. ¡Ya era hora!
Todo tiene su explicación. Esta mañana, cuando he cerrado la puerta y mis chicos se han ido, he decidido mimarme. Mi rostro tras la paliza de la cocina lo necesitaba. En el baño he preparado mi salón de belleza (que en esto también ahorro, así que Alonso no te quejes de mis despilfarros...) y he empezado con el pelo, que después de la bolsa de Carrefour estaba traumatizado. Me he aplicado el tinte y me he envuelto la cabeza en papel de plata (¿por qué, por qué?, preguntaba la melena). Mientras esperaba los treinta minutos de rigor he aprovechado para depilarme las piernas (que en la demás partes me he hecho el láser, un invento) y me he aplicado unas cuantas mascarillas de rostro. Luego, lavado de pelo, corte de flequillo, secador, planchas de pelo, maquillaje, rímel, pintura de ojos, pintalabios (uno nuevo que hay que aplicar en dos tandas y dura todo el día)...
De pronto, me miro al espejo y no me reconozco. ¿Seré yo? Mi imagen ha cambiado, se ha rejuvenecido, luce una belleza innata (ay, qué modesta soy). Sí, soy yo. ¡Ya era hora!

Obra final

A las doce de la noche decidí rematar la cocina. La cuestión no era fácil. Mi largo pelo (por la mañana me lo alisé para estar aún más guapa, si cabe) lucía su brillo esplendoroso. El bote de pintura blanca me observaba con pasión y detecté como sus minúsculas gotas blancas se organizaban para saltar en cuanto pudieran a mi melena. No lo vais a conseguir, pensé. Me recogí el pelo y lo sujeté con una pinza, después me tapé con un pañuelo de pirata, pero la protección no era total. ¿Qué hago?, pregunté a mi materia gris. Tras dos minutos de razonamientos lógicos e ilógicos hallé la solución: una bolsa de carrefour. La coloqué sobre mi cabeza y la até a la nuca. Mi imagen, para qué negarlo, era horrorosa y antilibidinosa. Por Dios, recé, que no se levante Alonso y que el vecino de en frente no se asome a la ventana. Mis plegarias fueron oídas.
El protector del techo que me recomendó el profesional de la tienda de pinturas (a este ritmo nos vamos a hacer íntimos) ya se había secado (Emma, 24 horas, no lo olvides) y empecé a pintar el techo. Los músculos del brazo se empezaron a quejar. Chicos, hay que aguantar, ordenó mi cabeza embutida en la bolsa de Carrefour. Una vez rematado el techo (¡lo que me costó!), apliqué la segunda capa naranja de la pared de la cocina. Al final, quité todos los plásticos y papeles protectores y observé mi obra de arte. ¡Qué artista!
Agotada y sin fuerzas, me liberé de mi bolsa de Carrefour. El sudor me había rizado el pelo y el brillo había desaparecido pero, qué ilusión, no me había caído ni una gota blanca de pintura. El reloj marcaba las cinco de la mañana y las ojeras me suplicaban que me durmiera, que descansara, que repusiera energías...

martes, abril 22, 2008

Con la gorra puesta

El estrés me estaba venciendo. Los niños dormían, ya habíamos visto nuestras series (CSI y Prision Break), colocado la cena y Alonso seguía tumbado en el cuarto de estar.
-Huy, es tardísimo -exclamé mirando el reloj del televisor -deberías subir a dormir, que mañana no habrá quien te despierte.
Alonso me miró perplejo con sus ojos somnolientos.
-Tienes razón, me subo que estoy a punto de quedarme frito.
¡¡Bien!!, grité para mis adentros. Esperé diez minutos (tiempo máximo que tarda en dormirse). Me quité el pijama y me puse las mallas, una vieja camiseta, la gorra y los guantes. Coloqué los plásticos por la cocina y pensé que tenían la medida exacta para trasladar un cadáver, empujé la nevera, saqué al jardín el cubo de basura, el verdulero y el comedero de Lucas, me preparé una coca-cola light, me fumé un cigarro relajadamente y cuando la noche se enfrascó en su silencio empecé a trabajar. A las doce en punto tomé el pincel y el rodillo y comencé con los movimientos "arriba-abajo" que aprendí del maestro japonés de Karate Kid. La emoción me invadía por momentos, leves gotas naranjas salpicaban mi uniforme y, alguna, bañaba mi rostro de naranja chillón. A la una de la mañana hice una parada para fumar un cigarro y admirar mi obra. A las dos y media terminé de pintar la pared naranja de la cocina. Las fuerzas se evaporaron de mi cuerpo, me arrastré hasta el cuarto de estar, me tiré al sofá y me dormí.
Alonso mostró su asombro a primera hora de la mañana. ¿Pero cuándo has pintado?, ¡estás loca!, gritó disipando mis sueños. ¿Ha quedado bien?, pregunté somnolienta. Claro que ha quedado bien, contestó mientras subía el biberón de Álvaro.
A las nueve y veinte salían mis hombres de casa. Era el momento de empezar con el acuaplast. Me disfracé de pintora, cogí la espátula y poco a poco fui tapando los huecos e igualando el techo. Cuando llegó Ana miró perpleja el panorama abstracto: manchas naranjas y blancas en el suelo, los azulejos con pequeñas motas multicolor, mi piel más que rosa, anaranjada y mi sonrisa que iluminaba su estupor. ¿Verdad que está quedando muy bien?, le pregunté emocionada. Sí, susurró aterrorizada.
Está noche debo lacar el techo y mañana, si se ha secado el esmalte, pintaré el techo y daré la segunda capa de naranja a la pared. Ay, cuánto me quiero.

sábado, abril 19, 2008

Falta de energía

El viernes no trabajé, pero arrastraba el cansancio de toda la semana. Tras reponer la nevera de yogures, embutido y demás productos alimentarios, me fui a comer a casa de mi abuela Mary. El régimen se esfumó entre los aperitivos, la ensalada de espinacas con gulas, el solomillo de cerdo en salsa y las fresas. Volví a casa protegida en el coche del ataque del granizo, cogí la merienda de los niños y me fui al colegio. La última camiseta del chándal que había perdido Diego apareció en el gimnasio. Tuvo suerte. Óscar y Alejandro se apuntaron a la ración de palomitas del viernes por la tarde en casa. Álvaro gimoteó porque su amigo Pedro no podía venir. Al entrar en la cocina contemplé la desolación: Ana había raspado la pintura del techo que se estaba agrietando (es un sol). Mientras los niños jugaban aproveché para tapar la ventana, el timbre... y demás lugares que debía proteger para que no se mancharan con la pintura.
Es sábado, Diego ha perdido en el fútbol. Tengo que pintar, pero no tengo fuerzas. ¿Volverán mañana?

martes, abril 15, 2008

El estuche

Por la noche dejé todo preparado: uniformes, bolsa de deporte de Diego, su mochila con los libros y el estuche, zapatos listos... Por la mañana, como siempre, pusimos el acelerador casero para que nadie llegara tarde a su destino. Los niños desayunaban, Alonso se duchaba; los niños se lavaban la cara y se ponían colonia, Alonso se vestía... ¡Todo listo! Cogieron sus bártulos y salieron por la puerta.
-Diego, revisa bien las preguntas del examen y recuerda que un kilo son dos medios kilos o cuatro cuartos de kilo. De mayor a menor se multiplica y al contrario se divide... -gritaba con mi estilo italiano desde la puerta y en pijama.
El silencio dominó de nuevo la casa. Me acerqué a la cocina y puse mi taza de menta poleo en el microondas.
Ring, ring, sonó la puerta.
¡Qué se les habrá olvidado!, pensé al abrir.
-Mamá, ¿dónde está mi estuche? -suplicó Diego.
-En tu mochila. Mira bien, anda. Y corre que vais a llegar tarde.
Plong, sonó la puerta.
Iba a parar el microondas cuando un ruido me lo impidió.
Ring, ring,
-¿Qué pasa ahora? -grité mientras caían mis legañas al suelo.
-Mamá -dijo Diego con ojos llorosos- el estuche no está en la mochila.
-¿Seguro? No puede ser, te prometo que ayer lo metí.
-Voy a ver si está en mi cuarto.
Bajó al minuto.
-No está.
-Venga, tranquilo, se te habrá caído en el coche. Date prisa.
Plong
Me arrastré por cuarta vez a la cocina, coloqué la tostada integral en el tostador y...
Ring, ring
¡Mierda!, exclamé malhumorada, aunque decidí callar al ver que la cara de mala leche que traía Alonso me superaba con creces.
-¿Dónde está el estuche?- bufó con los ojos desencajados.
-Pues tendría que estar en la mochila... A ver si se le ha caído a la calle... Aunque lo habríais visto, sólo son dos metros hasta el coche... No lo entiendo -decía yo a las paredes mientras Alonso corría de la habitación de Diego al salón.
-Bueno, me voy sin el estuche, ¡menuda mañanita!, ¡joder!
Plong
Cling, la tostadora.
Desayuné con la intriga del estuche, salí a la calle en pijama para ver si resolvía el misterio, infructuoso, me relajé un poco y bajé para trabajar en el ordenador. De pronto, observé como Naruto (el ídolo de Diego) me miraba desde un estuche escondido en la escalera. ¿Qué hace aquí el estuche?, pregunté al silencio. No obtuve respuesta.
Por la tarde, al recoger a los niños, les planteé mi duda.
-¿Quién ha escondido el estuche de Naruto en la escalera?
-Yo no, mamá, te lo juro -contestó Diego alucinado.
-Álvaro, ¿has sido tú?
Silencio
-Álvaro, contesta.
Silencio y sonrisa picarona.
Y en ese preciso momento me vino una imagen a la cabeza: Álvaro sentado en su sillita del coche observando como su padre y su hermano discutían por el estuche, bajaban del coche, entraban en casa, salían de nuevo con peor humor, volvían a buscarlo, Diego se desesperaba, Alonso se sulfuraba... Y él callado, sin decir dónde estaba el maldito estuche.
-Álvaro, olvídate de que esta noche te lea un cuento, estás castigado. Has sido muy malo. ¿Cómo no les has dicho que habías escondido el estuche?.. ¡Que sea la última vez que abres la mochila de tu hermano -grité encolerizada
Silencio
-Mamá -musito a los cinco minutos-, te quiero mucho.
-Sigues castigado.

lunes, abril 14, 2008

Silencio roto

La sensación de silencio me invadió cuando Alonso y yo nos fuimos a vivir juntos. Añoraba la histeria de mi hermano Roberto, los gritos de mi madre, los lloros de Pepe, mis alaridos, nuestros enfados... Aunque dé una imagen de familia neurótica es la realidad. El tono de mi familia es así, estilo italiano, con varios decibelios por encima de lo normal.
De pronto me vi en mi divina casa de Arturo Soria rodeada del amor de mi Alonso y con un silencio que me estremecía. Él, en cambio, estaba encantado del entorno calmado (su familia es castellana austera y la entonación de su conversación es horizontal y sin altibajos).
Han pasado los años y el estruendo ha vuelto: Diego grita a Álvaro, Álvaro a Diego, yo a los dos, Álvaro llora, Diego se enfada, yo amenazo, el gato maúlla... De pronto, ataque de carcajadas, besos y abrazos. Y mi Alonso, enganchado a la Aspirina plus, refunfuña en estilo castellano austero que necesita un poco de calma, que le agota nuestro ritmo, nuestro bombardeo verbal. Y yo, feliz, le sonrió desde el bullicio.

Resumen semanal

Mi semana de estrés laboral mensual es agotadora. No saco un momento para mí, para escribir, para relajarme. Mis horas vuelan entre el trabajo en el periódico, el quehacer de casa, los niños, mi Alonso y, cuando tengo a todos dormidos, realizo en horas intempestivas mis colaboraciones externas. Ahora entiendo por qué un compañero de Pozuelo expresa que yo soy como su regla, que le vengo una vez al mes y le dejo agotado. Lo mismo ocurre conmigo.
Pero además del trabajo mantengo mis escapadas. El viernes pasado, por fin, tuvimos la cena de primos. Los anfitriones fueron María y Víctor (la próxima nos toca a nosotros). Cabe destacar la virtud familiar de la posguerra, es decir, que si somos ocho personas cocinamos para dieciséis, no vaya a ser que alguno se quede con hambre y María, por supuesto, nos cebó de ricos manjares (para dieciséis, que conste): paté de ahumados, salmorejo, pimientos con atún, patatas con huevos rotos... de aperitivo y de plato principal, fondue de carne con diversas salsas. El postre (ay, Víctor, qué el fallo el tuyo) iba a ser tarta de manzana pero al final fueron unos ricos helados. El vino -lo trajeron Nico y Clara, el que van a poner en su boda- voló y las risas comenzaron. Las conversaciones se centraron en los anillos: los de boda, los de pareja... Y, cómo no, la boda, porque la celebración multitudinaria es unos meses después del enlace oficial en Oliete, Teruel, y ha generado varias incógnitas: ¿los chicos tienen que ir de traje?, ¿las chicas de cóctel o estilo ibicenco?, ¿zapatos de tacón o alpargatas elegantes?... Mis dudas se resolvieron: iré divina, como siempre, aunque aún no se qué pondré. ¿De largo?, ¿de corto?, ¿tres cuartos?... Depende de mi ánimo.
Este sábado el plan era perfecto: las tres parejas de primos con niños íbamos a quedar para dar un paseo por el parque del Capricho y, luego, a comer a un restaurante que admitiese a todas nuestras fieras. ¡Cachis!, Álvaro se levantó con fiebre y toses y hubo que cancelarlo. Por la tarde vino la familia Peña-Calle a casa, Manuela no paraba de llorar y gimotear porque quería ver a sus primos, e inauguramos la súper terraza del jardín con unas dietéticas tortitas con nata.
El domingo, todo un clásico, nos fuimos con las bicis al Juan Carlos I, aunque fue menos relajante de lo habitual. Cada tres pasos nos encontrábamos con alguien: Susana, la profesora de lengua de Diego; la familia Barreiro (Ángeles, Vicente, Alejandro y Cristina); Irene (compañera de Álvaro) y su madre; María Alonso (otra compi de Álvaro) y sus padres y, como remate, a cuatro compañeros del periódico. Resumiendo: ¿o es purita casualidad o no vuelvo al parque? Al final, para relajarnos nos fuimos a comer al Chicago's y por la tarde disfrutamos de pequeños momentos de traquilidad mientras Diego, Álvaro y nuestro hijo adoptivo, Stéphan (el vecino) veían Spiderman3.

jueves, abril 03, 2008

Doctor, te quiero

El lunes, hora en el médico para que me fusilara un papiloma.
-Tenía que comentarle... -empecé a decirle mientras me disparaba con la botella de nitrógeno- que en diciembre me desmayé y este viernes estuve a punto de que se repitiera.
-Pero, ¿llegaste a desvanecerte?
-No, fue solo un mareo, un gran mareo.
-Bueno, Emma, a las chicas jóvenes y delgadas es habitual que les den bajadas de tensión.
Miré la consulta, comprobé que no había nadie más, observé mi michelín superior y busqué la cámara oculta.
-Vale, pero ese no mi caso- exclamé perpleja.
-Sí, Emma, tienes un leve sobrepeso pero eres una chica joven y delgada.
En mi interior explotó una bomba nuclear de emoción, subidón, autoestima en alto grado...
-Porque estamos en una consulta, que si no te invitaba a una copa- dije con voz neurótica de felicidad.
Y es que no es lo mismo que el hijo del gilipollas te diga que "te conservas muy mal para tu edad" a que un profesional te piropee con un "eres una chica joven y delgada". No hay comparación.
Así que cuidadito que a mí ya no hay quien me tosa. En breve, a la pasarela Cibeles y sin papiloma.

Tensión de amigas

Las instrucciones de Blanca me tenían estresada.
-Emma, confirmado, esta noche quedamos a cenar. Te toca a ti reservar restaurante -ordenó Blanca.
-Vale, pues en un tailandés que conozco que está muy bien -respondí con rotundidad.
-No. Mejor elige otro sitio con comida más tradicional que a Mayte no le gusta la comida picante ni tailandesa.
-¿Algo más?
-Sí, que sea fácil aparcar.
-Sí, bwana, lo que usted diga.
Mis neuronas aún estaban un poco atontadas (sólo habían dormido cuatro horas), las espabilé con una coca-cola light y rápidamente me dieron la solución. ¡Cuánto valgo!, me dije a mí misma. Busqué el teléfono y reservé en el restaurante perfecto: al lado de mi casa (quien parte y reparte se lleva la mejor parte), cocina italiana, chalet coqueto y original y con aparcacoches o, en su defecto, con facilidad para aparcar.
El nombre del restaurante produjo ciertas confusiones.
-Nuria, hemos quedado en Casa Mía -le explique.
-Perfecto, sobre las diez me paso por tu casa.
-No, Nuria, que esta vez no es en mi casa, es en un restaurante que se llama "Casa Mía".
-Ah, vale.
(La misma conversación la tuve con Mayte y María. Ay, qué torpes son).
A las diez menos cuarto salí de casa (caminando, que para eso lo había elegido al lado de mi casita). Antes de llegar me encontré con Blanca y Mayte. En el restaurante, acompañada por una copa de vino, estaba María. ¡Qué ilusión! Tanto tiempo sin verla. Y si ahora estaba allí en parte era gracias a mi abuela que hizo que nos uniéramos de nuevo en su funeral.
Nuria, ¡qué raro en ella!, se perdió pero, como siempre, llegó.
La elección del sitio fue todo un éxito, aunque a la pobre Blanca el catarro no le dejó disfrutar al cien por cien. La mozarella y la ensalada de rúcula volaron por nuestros paladares. Los segundos se esfumaron entre recuerdos del colegio y anécdotas pasadas. Luego, postre y copita.
A las dos y media de la mañana el camarero nos trajo la cuenta para que nos fuéramos. María y yo decidimos ir a tomar una última copa para hablar de los años perdidos.
Casi todos los locales estaban cerrados así que nos decantamos por el único que estaba abierto (¡qué listas!). Pedimos nuestras respectivas copas y empezamos a hablar de lo divino y de lo humano, del pasado y del presente, de los niños, familia, pareja... Tanto hablamos que hubo un momento en que me empecé a encontrar mal: estómago revuelto, leve mareo...
-María, perdona, pero creo que me voy a desmayar.
-No fastidies.
-En serio, sácame de aquí o me caigo redonda.
-Estás muy pálida, venga, vamos fuera.
El aire fresco que corría por la calle poco a poco me espabiló y evitó que montara el espectáculo.
-Emma, pero si casi no has bebido. ¿Qué te ha pasado?
-No sé, en Navidad también me desmayé, son bajones de tensión.
Después del susto me llevó a casa y acordamos repetir estos encuentros y, si puede ser, dejar las lipotimias escondidas en el armario.