Abro los ojos, miro el reloj y reafirmo mi alto grado de imbecilidad. ¿A quién se le ocurre despertarse un sábado a las ocho de la mañana? Pues a mí que tengo el ciclo de sueño totalmente desbaratado. Giro mi cuerpo enfadado y analizo el trasiego nocturno de mi loca familia. Diego y Álvaro se acurrucan junto a mí; Alonso ha huido ante la invasión infantil. Muevo mi hombro forrado de esparadrapo, no siento un gran dolor y decido aprovechar la situación. Salto de la cama, me ducho y me voy a la galería comercial. Rosa, la frutera, se sorprende al ver que soy la primera clienta. ¿Te has caído de la cama?, me pregunta sonriente. Manolo, el carnicero, y Fernando, el pollero, me repiten la pregunta y a todos les contesto afirmativamente.
A las diez, entre mimos, despierto a todos mis hombres y corremos a la piscina. De allí, al fútbol (jugaron mejor que nunca, perdieron como siempre).
A la hora de la comida apareció mi hermano Pepe.
-Hermanita, espero que me hayas preparado algo rico. Tengo un hambre...
-Te va a encantar. Os vais a comer a un italiano.
-¿Pero tú no vienes?
-No, que sino no quepo en el vestido para el bodorrio.
Entre risas y mofándose de mí, el sector masculino partió y aproveché para darme un baño relajante, peinarme, quitarme los esparadrapos y restaurar con potingues mi cara cansada.
A las seis me embutí como una butifarra en el traje y nos fuimos a la boda de mi primo Javier con Verónica. Nos lo pasamos de maravilla, conocí a familiares fantásticos, también a personajes peculiares, reí una barbaridad (¡cuánto lo necesitaba!), comí (placer divino), bebí, bailé y disfruté de una gran fiesta.
Ahora mi hombro se resiente de nuevo, las ojeras se han multiplicado, el cansancio me invade sin compasión, mis pies lloran por los taconazos de ayer.... Ay, ¡qué mayor estoy!
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