Hace casi dos años Alonso relató en su blog sus desventuras y desesperaciones nocturnas.
EL PADRE POLIÉDRICO
12-20-2004 11:47 AM
Voy a matar a mi hijo. Lo he decidido de pronto, como quien abandona la seguridad de la acera y salta al asfalto de la Castellana con el semáforo en rojo. La manecilla pequeña del reloj del salón apunta al Este; la grande, al Sur. Una lluvia fina y extrañamente silenciosa, que sólo puede verse si se mira la farola iluminada, ensucia aún más el techo del Ford. No hace frío, otra anomalía del
cambio climático. Y nadie parece despierto en los edificios cercanos. Ni siquiera en el hotel de dos calles más allá: o no hay clientes o ninguno pasa la noche en vela. ¿Cómo es posible que nadie extrañe la cama?, mascullo, mientras muevo el Jané azul oscuro, ida y vuelta, sobre la tarima flotante del salón. El bebé se había despertado a la 1.03, aunque entonces había bastado con un
poco de agua y dos minutos en brazos. Ahora es distinto. Ya lleva cuarenta y dos minutos en vela, con los ojos abiertos como una máquina tragaperras. No ha querido biberón. Ni agua. Ni chupete. Ni brazos. En este punto decidí matarlo. Aunque luego aplacé la ejecución de la sentencia, mientras zarandeaba el Jané y pensaba en qué hacer con el cadáver. A Emma se lo tendré que dar como un hecho consumado: sería imposible convencerla de la utilidad de la medida. Pero ella no será el único pero. Preguntarán las abuelas, lógicamente, y los tíos, y hasta algún vecino fisgón. Puede que hasta se interese Luis, el pediatra. «¿Ha cambiado de médico?», sueño su voz al otro lado del móvil. Inquieto, incremento el ritmo del cochecito. Anoche le costó una hora y cuarenta minutos conciliar el sueño. ¿Hoy? No podré soportarlo. Escampa. Y vuelve a llover. Y pasa un coche, sin duda un conductor extraviado en este laberinto de adosados. Y la manecilla grande ya apunta al Oeste. Suavamente, llevo el Jané hasta la cocina, me sirvo un vaso de leche, y la luz amarillenta de la nevera alumbra un milagro. Los ojos cerrados, el chupete que resbala de sus labios y cae sobre el pijama, un ligero ronquido, la felicidad. Cierro el frigorífico, cojo al pequeño en brazos y lo llevo a su cuna. Hoy se ha salvado. Pero, mañana, mataré a mi hijo.
Ahora Álvaro duerme solo en su habitación y no hace falta mecerlo en el cochecito de paseo. Sin embargo, sus manías aún persisten. Ahora una pequeña luz y, por supuesto, con su enorme flota automovilística acompañan sus sueños. Él es así. En cambio, Diego, aunque es como un mono y no para de dar brincos y volteretas, duerme siempre plácidamente y sin perturbar nuestro descanso.
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