Mi último día de vacaciones, qué desesperación. Esta mañana he exprimido el tiempo. A primera hora, me he ido al mercadillo y me he comprado mil cachivaches para el pelo, tres camisas (dos para regalar) y alguna que otra pijotada. Al volver, he parado a hacer acopio de chucherías y demás guarradas para la piscina. Por fin, a las doce y media, estaba tumbada en mi súper toalla de mariquitas sobre el césped fumándome un cigarro con mi amiga Luisa y supervisando el baño de los peques. A las tres, toque de queda. Vestí a los niños y nos fuimos al coche para volver a casa.
-Venga, Luisa, hoy nos van a matar por llegar tan tarde –comenté mirando por última vez la fantástica piscina.
-Sí, vámonos. –contestó arrastrando su capazo.
Al salir, observamos que en el colegio de al lado estaban renovando el mobiliario escolar. El patio estaba abarrotado de sillas, mesas y demás muebles infantiles. Ambas nos miramos y se nos iluminó la mente.
-Oye, Luisa, a mí esa silla me vendría muy bien para la habitación de mi hermano Pepe. –sugerí emocionada.
Luisa bajó rápidamente del coche con su bikini y su pequeño pareo y se adentró en el colegio. Al rato, vino emocionada.
-Emma, ese hombre me ha dicho que él es encargado así que no nos puede dar nada, pero que si queremos coger algo hará la vista gorda.
Entusiasmados desabrochamos todos los cinturones de seguridad y nos bajamos del coche. Diego y Álvaro comenzaron a inspeccionar las sillas infantiles y Luisa y yo, entre ataques de risa, rebuscábamos entre la montaña de pizarras y mesas.
-¡Esta pizarra es fantástica! –exclamé emocionada.
-Sí, Emma, pero sólo te cabe en la valla del jardín… No es mala idea, luego cada mañana escribes el menú del día y puede que hagas negocio.
Entramos a por una silla para Pepe y salimos con dos sillas infantiles, una mesa, dos sillas medianas, un perchero… Ah! Y dos sillas para Pepe.
Los obreros de la obra nos observaban atónitos. Pensándolo bien no me extraña, parecíamos dos gitanillas en bañador con dos churumbeles arrasando con todo lo que estaba a nuestro alcance.
El problema vino a la hora de meter semejante batiburrillo de trastos en el maletero.
-Primero, las sillas –opinó Luisa.
-No, así no se cierra el maletero. Trae el perchero –contesté agotada.
Tras mil combinaciones logramos enlatar todo el material. Luisa, delante, con una silla y un capazo sobre sus piernas. Los niños apretujados y sin cinturón rodeados de otro capazo y dos sillas. Y en el maletero, cuatro sillas, la mesa y el perchero.
Al irnos, los obreros nos despidieron con alabanzas. Luisa y yo miramos con cariño y la risa deslizó varias lágrimas sobre nuestras mejillas.
Ya eran las cuatro de la tarde. Como bien supusimos, ambas familias nos estaban esperando con intriga y preocupación. Al vernos aparecer atiborradas de sillas, nos gritaron.
-¡Pero, chicas, habéis robado en el colegio! ¡Qué traéis en el maletero!
-No seáis exagerados, sólo hemos traído una mesa, seis sillas y un perchero –nos justificamos de mala manera.
Mucha guasa, ¡pero ha quedado todo divino!
No hay comentarios:
Publicar un comentario