lunes, septiembre 04, 2006

Fantasmas en mitad de la noche


El ir de madre perfecta tiene sus inconvenientes. Sin ir más lejos, el viernes llegué con la tropa a Saldaña y mi vecina me informó de que esa noche había fiesta infantil de disfraces. "¡No puede ser!", contesté atónita, "aquí no tengo ningún disfraz". Mercedes, la vecina del chalet de al lado, me miró perpleja. "Bueno, Emma, no te desesperes. Si los niños no van disfrazados no pasa nada", me dijo mientras huía a su casa. ¡Claro que ella no sabe cómo soy!, ni que en casa tengo una caja con más de quince disfraces, ni que sufro cada vez que se acerca la fiesta infantil del colegio porque quiero que mis hijos vayan divinos... En fin, que soy una maniática.
Entré en casa y le ordené dulcemente a mi suegra que rebuscara por los baúles del trastero, arranqué a mi marido las llaves del coche y me fui a Riaza; me adentré en la papelería y compré cartulina negra, papel pinocho, celo, pegamento y un rotulador negro gordo. Por suerte, mi suegra encontró una vieja sábana. Reconozco que mis dotes en corte y confección son nulas, pero una vez enhebrada la aguja me vino la inspiración. Después, todo fue coser y cantar (más que cantar, gritar a mis hijos que no paraban de curiosear a mi alrededor y ponerme aún más tensa). Por último, corté las cartulinas, pegué el papel pinocho y rematé el disfraz.
A las once de la noche, mis hijos fueron al punto de reunión: el pilón. Allí llegaron todos los niños del pueblo. Todos iban muy monos, pero en mitad de la noche sobre todo destacaban dos graciosos fantasmitas. (¡Qué modestia la mía!)

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