Ayer intenté escribir, pero las neuronas del cerebro no funcionaban con rectitud. Las burbujas del champán, el vino y la cerveza aún rondaban por mi mente. La anoche anterior se celebró el cumpleaños sorpresa de mi tía Ángeles. La fiesta tuvo lugar en casa de mi prima María que a lo largo de toda la semana no paró de organizar los preparativos: flores, aperitivos, merluza con pimientos, roast beef... Pero tuvo su compensación: la fiesta fue un auténtico éxito. La pena es que a mí me tocaba trabajar, así que ayer me senté en mi silla, frente al ordenador, y dejé que los minutos pasaran incapaz de hacer nada. No es que no quisiera trabajar, es que no tenía nada que hacer (sólo vengo para satisfacer el ego y la soberbia de mi jefe).
Por la tarde, cuando llegué a casa, Diego me esperaba emocionado: "Mamá, se me ha caído un diente. ¡Mi quinto diente!". Le abracé, observé su sonrisa desdentada y me sumergí en mi armario de regalos imprevistos. Diego se acostó emocionado, pero Álvaro tardó un buen rato por el pánico que le daba saber que un ratón iba a subir por las camas en mitad de la noche. Una vez que los niños estaban acostados me dopé con otro gelocatil y miré a mi amado esposo. "Alonso, estoy baldada", susurré. "Pues saca energías de algún lado, mañana tenemos cena en casa de tu hermano", contestó abducido desde la serie "Prision Break". "Oye, Alonso, ¿qué es más agotador las navidades o el mes de septiembre?", interrogué al ver que mis neuronas comenzaban a funcionar. "Todo es agotador, toda tú, toda tu familia, todos tus amigos...". "Calla, Alonso, que tengo resaca"
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