Martes por la tarde. El optimismo fluye por los pasillos de la redacción. Los miembros del comité animan a los "nominados". "Tranquilos, el ERE no se va a aprobar", aseguran a diestro y siniestro.
Los altibajos anímicos me tienen destrozada. Por un día salgo contenta a recoger a mis hijos. En casa me sumerjo en su mundo paralelo. Sus vocablos me transportan a un planeta extraño: Lugia, Raikuazu, Riolu, Giratina, Picachu, Palquia... (los nombres de los pokémon que tengo que dibujar para que ellos los coloreen y cuelguen en su habitación). "Mamá, eres una artista", gritan felices mientras mi deseo es devorar las últimas páginas de "La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina", de Stieg Larsson. Después, deberes, duchas... Y Alonso no llega. "¿Qué raro?", pienso al ver las agujas del reloj. Le llamo intrigada.
-¿Tienes mucho follón?
-No. Hay novedades. El Ministerio ha aprobado el ERE.
Me quedo paralizada. Los sentimientos positivos desaparecen en un segundo.
-Pero...
-No sé más, Emma, voy a esperar a ver qué nos cuentan.
Corto la cinta de sajonia de los niños. La tristeza me invade con fuerza. Las lágrimas se asoman a mis ojos, la pena me domina.
-¿Qué te ocurre, mamá? -me preguntan los niños al percibir mi silencio.
-Nada...
¡Cómo explicar este dolor!, ¡cómo contarles que muchos amigos míos se van a ir al paro!, ¡cómo relatar la tristeza vivida estos últimos dos meses!
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