Emma, no olvides llamar al seguro para que te cambien la rueda pinchada (por un hijo puta, que quede claro), pero no muevas el coche porque parece que la delante está mal, dijo Alonso con las maletas preparadas para irse a los Alpes. Sí, no te preocupes, contesté medio dormida porque el reloj aún marcaba las cinco y media de la madrugada. Este mediodía, después de llevar a los niños al colegio, ir al Carrefour y demás actividades marujiles, he decidido que ya era hora de avisar al seguro. Bueno, mejor a la hora de la comida, que sino voy a llegar tarde a trabajar, he pensado en mitad del agobio porque esta noche tengo cena de mujeres y aún no he preparado el postre, que es lo que me he adjudicado. A las dos y cuarto he llegado a casa —cómo explicarlo, cómo transmitir mi ira incontenida, cómo decir la multitud de insultos que han bombardeado mi mente sin ofender a nadie, cómo sujetar mis deseos más animales.—, y he visto con estupor que la rueda que Alonso pensaba que estaba mal, no estaba mal sino que también estaba pinchada. He entrado en casa, he dado un portazo y he soltado una retahíla de palabras soeces y necesarias. Qué ha pasado, me ha preguntado Ana aterrada por mi malhumor. ¡Qué me han pinchado las dos ruedas!, ¡las dos!, ¡quién habrá sido el cobarde, canalla (dije más cosas, pero me las guardo) que se dedica a ir por la vida pinchando ruedas!, ¡me han pinchado cuatro ruedas en cuatro meses!, solté como la niña del exorcista dominada por el demonio. Cogí el teléfono y llamé la seguro. Buenos días, le atiende Manolo Barrio, ¿en qué puedo ayudarle?, soltó Manolo tras el auricular. Buenas, bueno, buenas para usted, yo estoy que trino, me han pinchado dos ruedas del coche. Vaya, lo siento, entonces necesitará una grúa, ahora mismo se la envío. No, no, ahora no me la mande porque me tengo que ir a trabajar. Pues esta tarde. No, tampoco porque ya habrán vuelto los niños del colegio y tengo una cena, vamos, que imposible. Bueno, pues se la solicito para mañana a primera hora. No, a primera hora no que tengo que llevar a mis niños al colegio y su padre está de viaje, así que por favor, que venga la grúa a las nueve y cuarenta y cinco, pero avise al conductor de que no llegue antes, porque no habrá nadie en casa. Sí, señora, no se preocupe, además normalmente llegan con retraso, dijo Manolo con tono de miedo por estar hablando con una loca desquiciada por teléfono.
Intenté comer, malamente porque tenía el estómago cerrado por el enfado, y en el postre recibí un mensaje de mi amado “He montado en avioneta sobre el Mont Blanc. Lo más alucinante que he hecho en mi vida”. Para emociones fuertes, las mías. Y aún no he preparado la tarta tatín, ni el guacamole... Ay, me quejo de vicio.
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