A primera hora de la mañana, y después de haber dejado a los niños en el colegio, llegó el amable conductor de la grúa y me miró sorprendido.
–¿Tiene algún vecino cabrón o alguien que le odie mucho? –me preguntó con su palillo deslizándose por su boca–. En el informe que me han dado los del seguro pone que tiene dos ruedas pinchadas, pero no son dos, son tres. Observe, esta rueda trasera también está rajada. ¡Menudo cabronazo el que le ha hecho esto, señora! –gritó mientras se le caía el palillo al suelo.
–Sí, tiene toda la razón –contesté con media sonrisa–, pero hoy ya he superado mi ataque de ira.
–¿Y su marido que opina?
–Pues que si pilla al hijo puta que nos pincha las ruedas, lo mata.
–Eso es lo que tiene que hacer.
Montó el coche a la grúa, subí al asiento del copiloto y nos fuimos hasta el taller de la estación de Chamartín. El conductor de la grúa no paró de gruñir y soltar improperios.
–Deberían organizar redadas entre todos los vecinos para pillar a ese hijo puta. Yo que usted dormiría los sábados por la noche en el coche y así, tal vez con suerte, podría coger al cabrón que le destroza el coche.
–Bueno, yo creo que será mejor poner una denuncia, porque si pillo a ese chaval no sé qué haría.
–Pues matarle, eso es lo que tiene que hacer...
Tras pagar 350 euros, aguantar las caras de compasión que me miraban en el taller y cambiar las cuatro ruedas y los limpiaparabrisas, volví a trabajar. Llamé a la policía, realicé la denuncia por teléfono y me comprometí en ir al día siguiente a la comisaría para firmar la denuncia.
Y así lo hice. Mientras esperaba mi turno comprobé con estupor como un grupo de diez personas se habían trasladado hasta la comisaría para poner una denuncia colectiva porque esa noche, en pleno Conde de Orgaz, se habían colado unos ladrones en el garaje comunitario y les habían destrozado veinte coches y robado numerosas pertenencias. Pues a mí me ha rajado tres ruedas, solté para unirme al grupo. Y todos despotricamos y nos consolamos de nuestra desgracia.
A media tarde el cabreo me abandono y disfruté de mis retoños. Diego, todo un tiarrón, hizo sus deberes rápidamente y sonrió al escuchar mis elogios, pero Álvaro estaba en plena fase maniática. Si antes dormía con cien coches en la cama, ahora le ha dado por la época pintor y sólo es capaz de dormir si está rodeado de dos brochas, tres rodillos y un pincel. Es decir, todos mis aparejos de pintar la casa. Mis intentos para lograr arrebatárselos han sido infructuosos. Tras colocar todos los rodillos, encontró en el baño mis gomas de pelo. Mamá, ponme coletas, pero sólo para dormir porque en el cole me llaman niña, pero yo soy un niño, por favor, por favor… suplicó con sus ojos entornados. Y pienso yo, si el niño es feliz con coletas. ¿Por qué no se las voy a poner? Emma, eres la leche, rugió mi Alonso al ver a su niño.
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