lunes, abril 02, 2007

Operación Semana Santa I



El viernes desembarqué con mis niños en Guadarrama. Nos recibió un frío helador y la casa repleta de polvo. Chicos, hoy no hay ducha y os vais a dormir con calcetines y jersey, dije con tiritona por el cuerpo. Bien, gritaron emocionados. A las tres horas la caldera logró que la casa respirara un aire tibio. Alonso llegó más tarde y se subió rápidamente a dormir. Me hizo ilusión. Que me vaya calentando la cama, pensé mientras deshacía las maletas. Sin embargo mi dicha duró un instante, al entrar en nuestro amplio dormitorio comprobé como me había abandonado y se había ido a otra cama cuyo somier era más rígido y así sus cervicales sufrían menos –las dimensiones de la habitación permiten tener la cama de matrimonio, otra individual con uso de sofá y más espacio para colocar una mesita con dos butacas. ¡Un lujo!–. Visto el panorama, me metí en mi cama helada y le fulminé con la mirada. Él, entre ronquido y ronquido, no lo percibió, pero como castigo se levantó con un terrible trancazo. Ay, Emma, esta noche he debido coger frío, me explicó según se tomaba un sobre de Algidol. Vaya, Alonso, cuánto lo siento. Qué rabia estar de vacaciones y ponerse malo, amor, le dije con tono dulce, si hubieras dormido a mi vera...
Ana llegó a primera hora del sábado para batallar contra el polvo. Mi madre llamó compungida. Ay, hija, me parece que al final no iremos a Guadarrama hasta el domingo, qué pena pero es que tengo mil cosas que hacer en Madrid, me explicó con todo detalle. Bueno, no te preocupes, le mentí dando brincos de alegría. Alonso, la invasión de Normandía se atrasa hasta el domingo, comenté con una amplia sonrisa. Bien, dijo mi amado esposo constipado, así hoy descansamos y disfrutamos de unos instantes de tranquilidad. Esa era la intención, pero no la realidad.
A las cuatro y media se presentaron en casa Roberto, Virginia y las niñas. Y las risas invadieron la tranquilidad. Los estómagos lo agradecieron: nos zapamos unas dietéticas torrijas de Hernández, la mejor pastelería del pueblo. E intentamos sofocar los lloros de Cayetana moviéndola de brazo en brazo, pero ella, tan terca como su primo, sólo quería estar con su adorada madre. Me tiene agotada, dijo Virginia con músculos en los brazos.
Según se fueron y acostamos a los niños, vinieron a casa Javier y Mary Luz y aprovechamos para prepararnos unas copas y contar nuestras batallas hasta altas horas de la madrugada.
Chicos, no os quejaréis, ayer os dejamos disfrutar de un día de tranquilidad, dijo mi madre al desembarcar en casa a las dos y media de la tarde para llegar a mesa puesta. Lo de tu familia es increíble, suspiró Juan Fran mientras ponía la mesa y los imprescindibles platitos del pan. Al final ayer no descansamos mucho, pero nos divertimos…, empecé a contar a mi madre.

Por la tarde disfrutamos de nuestro paseo habitual. La novedad de este año es que ya no hay que llevar la sillita de Álvaro, pero a cambio me he tenido que agenciar una cuerda para atarla en su bicicleta con ruedines –método súper relajante: todo el día tirando de él o corriendo por las cuestas para que no se estampe contra un pino–. Mi nonagenaria abuela se apuntó a la caminata porque su espíritu es el de una mujer de cuarenta. Y, como siempre, montamos el espectáculo: mi madre era arrastrada por Kaos, el perro, mi abuela intentaba alcanzarnos, Diego se perdía con su bici, y a mí Álvaro me hizo correr la maratón detrás de su bici… Ah, y Alonso se quedó metido en la cama con su amado constipado.

El lunes por la mañana nos fuimos a Cercedilla a dar un paseo por la calzada romana, otro clásico de la Semana Santa. Álvaro, terco como su prima, lloriqueó hasta que logró que su padre le llevara a caballito. Diego saltaba entre los pinos y todos disfrutamos del agua cristalina de los riachuelos, del fresco aire serrano, de los líquenes que atrapaban a los pinos, de las suntuosas piedras que nos indicaban por donde ir… ¡Qué maravillosa es la sierra!


No hay comentarios:

Publicar un comentario